domingo, 6 de febrero de 2011

Mujeres de nada.

La veis sentada a la puerta de la casa en su silla de enea, colgada del brazo izquierdo una pequeña bolsa de tela, de donde, a ratos, estira un fino hilo entretejiéndose en bonitas filigranas, un pañito de croché. Apenas distinguía lo que hacía, pero la diestra mano encontraba a tientas el hueco donde metía y sacaba la aguja, contando los puntos con sus arrugados dedos.
En ocasiones la encontraban dormida con las manos ocupadas en la tarea y nadie se atrevía a despertarla. Pobre vieja, déjala descansar, comentaba la vecina. Pero ella no estaba dormida, tan sólo cerraba los ojos, porque, como decía cuando alguien la saludaba y ella no reconocía, ay, hija es que no veo ni los recuerdos con esta maraña que tapan mis ojos, y luego añadía, aunque esos se ven con éste, poniéndose su mano en el pecho. Así entendía la gente de poco saber y mucho vivir, antes de que vinieran a decir que no es ahí de donde salen los sentimientos, sino del cerebro donde se encuentran también razones y deseos. Por eso sabía que cerrando los ojos aparecían los recuerdos, guardados en ese cajón donde sin fecha ni orden venían a retazos, trémulos. Él cogiendo aquella fiambrera de aluminio donde antes ella metió un pedacito de tocino y pan, o papas con chorizo, que se llevaba para trabajar en el campo. A veces, lo observaba desde la puerta de la choza encaminarse y a lo lejos reunirse con la cuadrilla, que, como una nube negra, se distinguía en el horizonte.
La vida tiene esas pequeñas gratificaciones, cuando ya no tiene más que dar. Aunque duda si es realidad o sueño, duda si lo espera o ya se marchó, incluso a veces duda si esos recuerdos le fueron prestados en ese juego con que se divierte la imaginación.
Cuánto vivido y, ya ves, sólo esos pocos pensamientos, tanta lucha y ya ves, tanto gozo en tan poco recreo.

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