Ayer murió Mamá Regla. La vistieron las mujeres de la casa, las mayores. Le pusieron un bonito vestido blanco con grandes encajes. La metieron en la caja asomando sólo su carita redonda y su melena negra y rizada, marcando, a cada lado del rostro, como una cortina de pequeñas ondas de un hermoso mar negro de brea. La perfumaron con jazmines y le pintaron dos parchones rojos en sus mejillas. Mamá Regla era ya anciana pero tenía la piel de una niña regordeta. De talla pequeña, apenas un metro y medio medía la caja. Sobre una mesa de madera vieja del patio la colocaron, vineron las gentes, vecinos y lejanos. Iban llegando y, como a un balcón, se asomaban, comentando todos cómo estaba de bonita, que más parecía dormida que muerta. Buen trabajo hicieron estas mujeres que aprendieron de mortajas. Llegó la noche, se encendieron velas rodeando al féretro, si ese nombre merecen esas cuatro tablas mal apuntilladas. Algunos candiles colgaron de los pocos árboles allí crecidos en libertad o por orden ya lejana. Se sacaron chorizos, mortadelas, carne seca y garbanzos, sopa caliente y algún vino, que, aunque frío también calentaba. En la noche se vela a la muerta y se enciende un fuego que rodean en círculo. Todos comen y beben llenándo estómagos y despertando memorias, pasadas historias del allí presente, que muchas hubo en vida tan larga. Mujer pequeña y fuerte, de piel fina y manos callosas, que se endurecieron entre trajines de tierra y cocinas, doce hijos que alimentar y el marido siempre borracho de aguardiente, que, en noches heladas también ella probó para quitar frío y aliviar penas. Y así, entre tabiques de tela, fueron llegando a este mundo, a falta de otro mejor, aquellos hijos. Bien nacidos fueron, que pocos años tenían cuando ya arrimaron el hombro y mientras unos se hacían fuertes, otros se fueron venciendo. Quedó Mamá Regla en su santuario matriarcal y si se le alivió en trabajos duros, nunca abandonó ollas y costuras, que así bien comidos y limpitos iban los hijos y después los nietos. Orgullo que le dejan al pobre sentirse honrado y aseado, lavar entre incomodidades, a trozos, el cuerpo en palanganas viejas. Son cosas que se hablan en esos velorios, mientras se intenta dar vida a la ya muerta y entre recuerdos reales y también inventados fueron venciéndoles el sueño. Entre el sopor que dio la comida y el vino y el calor del fuego y del espíritu.
Fue subiendo la luna hacia el norte y con ella le crecía a Mamá Regla su hermosa cabellera. Iba cubriendo frente y ojos, mejillas y nariz, barbilla y boca, que fueron muros y puertas de sus sentidos. Tapaba su negro pelo rizado todo su rostro, como si de espaldas se hubiera vuelto creciéndole como hojas de árbol, como ramas salían de la madera tosca de la caja, caían sobre la tierra, avanzando entre las piernas de los durmientes, entremezclándose entre cuerpos, cubriéndolos como mullida manta. En ese dulce cobijo de cabellos entretejidos, donde no llegaron brazos que abrazaran, llegaron éstos. Buscó la tierra, cubrió esta manta silvestre no de hierba, quedando sepultada la muerta. Cuando todos despertaron amaneciendo el día no hubo entierro que celebrar. Y donde había caja y muerta aparecía sembrado un manto oscuro donde apenas germinaba, buscando la luz sobre un frágil tallo, una pequeña flor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario