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e voy a contar un cuento. Érase una vez una niña que vivía en un pueblecito dentro de un valle donde corría un pequeño arroyo cristalino. Allí todos los días la gente del pueblo iba a recoger agua o a bañarse cuando llegaba el buen tiempo. Además era el centro de encuentros y romerías. Bueno, tan literal que vertebraba sus vidas, dejando pueblo y huertas a ambos lados.
Pero dejémonos de geografías, que nuestra historia se centra en esa pequeña niña. Cada día, como una más, recogía con su cántaro agua del río y feliz y coqueta se miraba en ese espejo, primero entre juegos y, después, a medida que se hacía mayor, como simple reconocimiento de su identidad, que se iba definiendo. Poco a poco comprobó que sus facciones aniñadas fueron haciéndose de mujer. Le gustaba lo que veía y, sin vanidad, se aceptaba. Esta niña, después adolescente, se hizo joven y crecía con un carácter generoso y alegre. Un día de verano, mientras se bañaba en el río, otras jóvenes empezaron a reírse y cuchichear entre ellas. Entonces, ella les preguntó, ¿por qué os reís de mí? Es que tienes un lunar en la espalda. Y sin más comenzaron a burlarse de ella. ¡Tienes un lunar en la espalda, eres fea, eres fea! Salió precipitadamente del río y, entre unos matorrales, se ocultó llorando tristemente. Cuando pasó un rato, y se secaron las ropas, marchó para casa triste, encogida, preocupada, y, lo peor, odiándose por ser así. Al día siguiente volvió al río. Y, al recoger con el cántaro el agua, se miró y, ella que siempre se había visto hermosa, se vio fea como una bruja. Tenían razón aquellas chicas, y su feliz sonrisa mutó en una mueca de desprecio, el que sentía por ella, por los demás, por el mundo, por el río que le había estado engañando todo ese tiempo. Y entonces comenzó a ser como las otras jóvenes, para acercarse a ellas, dejándose llevar por sus opiniones, pues pensó, que si ella había estado todo este tiempo equivocada, aquellas debían tener la razón.
Un día pasó un chico por el río, que no era del pueblo, y se acercó a ella. Ella bajó la mirada, pues no quería que la viera bañándose y al descubierto su fealdad. Entonces el joven que se había prendado de ella, de su belleza y dulzura, quiso piropearla con algo que destacara de su belleza, pues todo el conjunto le gustaba. Y viendo su lunar, la cogió de la mano y le dijo este verso:
Hermosa como el día tú eres
Y llenas de luz el mundo
Pues no vi jamás tan bella estrella en el cielo
Que ese lunar en el universo de tu espalda
Ella se echó a llorar. Perdona mi torpeza, le dijo, pues buen poeta no soy, que tal vez escogí palabras de difícil rima, pero lo importante no era decirlo bello, sino lo bello que en ti veía. Nunca antes había visto más hermosa mujer. No te burles de mí, le dijo ella, ¿por qué me dices eso? ¿No ves lo fea que soy? ¿No ves este feo lunar? ¿Cómo puedes decir tan cruel mentira si, para que el mundo fuera perfecto necesitaría ese lunar, y en ti está?
Ella se atrevió a levantar la vista, y le miró a los ojos y, en el brillo de su mirada se vio de nuevo hermosa, como nunca había dejado de ser. Fue la envidia de su belleza que despertó la maldad de las otras jóvenes, que ahora volvían a cuchichear, llenas de rabia y celos porque ese apuesto joven, era nada menos que el príncipe y se había enamorado de ella, la mejor entre todas, la más dulce y perfecta, la que, en el fondo de su corazón guardaba la esencia de su belleza, el amor.
Se casaron y fueron muy felices, y no creo que comieran perdices pues no se acostumbraba por aquel lugar, aunque sí otros ricos manjares. Colorín colorado este cuento se ha acabado.
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