¡Soooo! Resoplaron con profundos bufidos los caballos a la
tensión de las bridas. El carruaje frenaba en el centro de una plaza bulliciosa
y entraba en los oídos de sus pasajeros el intenso rumor de las conversaciones
de otros muchos viajeros, sonidos dispersos e inconexos que llenaban el aire de
un ajetreo vital, más bien vivificador. Traían aquellos el alma distraída,
adormecidos cuerpo y espíritu por el soporífero sonido del campo, donde el
rítmico avanzar de los caballos y el trino de los pájaros eran únicamente
interrumpidos por una voz lejana de la llamada de un campesino a otro. Los
campos verdes, en vísperas de cosecha, traían también el molesto zumbido de los
insectos, algunos, inoportunos e impertinentes se colaban en la cabina
incordiando el tranquilo sueño.
Se situó el cochero en un lateral libre cercano a un mesón.
Los viajeros bajaron, las señoras entraron buscando en primer lugar los
retretes del local, para aliviar sus vejigas torturadas por el trotar del carro
y para acicalarse un poco, sacudir sus vestimentas del polvo y añadir otros en
sus mejillas. Los hombres, sin embargo, siempre igual, buscando cualquier
esquina o rincón para descargar. Entraron al mesón después y tomaron vino
fresco para suavizar sus gargantas.
Habían llegado a la primera parada de su destino. Apenas
tenían una media hora de descanso, lo suficiente para que los caballos comieran
y bebieran. Debían continuar el camino hasta hacer noche en algún lugar
despejado del campo.
Las señoras estuvieron un buen rato en los servicios del
mesón así que apenas les quedó tiempo para beber o comer algo. Las mujeres
siempre igual, dando siempre más valor a las apariencias que a las apetencias
del cuerpo.
El cochero no se mezcló con los pasajeros, se quedó al lado
de sus caballos, a la fresca sombra de un árbol. Allí sacó de su bolsa un buen
trozo de chorizo y un basto pan de dura corteza, que cortaba a trozos con sus
sucios y oscuros dedos. Debía estar el pan más seco por el calor, que terminó
sacando una pequeña navaja.
Al sonido de la campana comenzaron a salir del mesón
montando cada grupo en sus carros. Vendedores ambulantes ultimaban sus
negocios. Vendían telas, especias y legumbres, vasijas y jarrones. También
algunos montaban tenderetes donde se mezclaban frutas y verduras con bizcochos
y galletas; pan, miel y vino y hasta abanicos y bisutería con productos de
coquetería femenina. Los hombres compraban tabaco y vino, pan y longaniza. Las
mujeres llevaban paquetitos de pasteles y fruta. Adquirían alguna baratija y
dudaban si llevar algún objeto de barro por temor a que se pudiera romper con
el traqueteo del viaje.
El camino se fue sombreando con grandes hileras de árboles,
y entre espacios aparecía radiante e intenso el sol. Corrieron las cortinas
dejando el interior con una agradable penumbra que invitaba al sueño.
La tarde fue cayendo y aunque los árboles se fueron haciendo
escasos, el sol bajo y amable del atardecer, refrescaba la cabina dejando
correr el aire tras sus pequeñas ventanas. El ocaso se aproximaba y el cochero
anunció la parada nocturna, segunda a destino. Aún quedaba la aldea lejos y
decidieron pernoctar en un claro protegido por algunos pequeños árboles. Bajó
el cochero y preparó algunos troncos para hacer la hoguera. Las señoras
pasearon un rato juntas estirando piernas por los alrededores mientras los
hombres preparaban el fuego. Ellas, con pudoroso disimulo, buscaron un apartado
para las necesidades del cuerpo.
La noche al fin había caído sobre el campo. Una bonita noche
estrellada, dejando ver sus diminutas presencias gracias a haber una luna
creciente, aún fina y delgada, que tenía bajo su punta dos pequeñas estrellas a
modo de pendiente. Las mujeres, soñadoras, se admiraban con tan hermosa e
idílica imagen y los hombres barruntaban para el día siguiente un día aún más
caluroso.
Después de compartir alimentos y bebidas, los hombres se
recostaron cerca de la hoguera tapándose apenas con una fina manta con la que
acompañaban su equipaje. El cochero durmió cerca de sus caballos y ellas
quedaron al resguardo del coche cubriéndose con sus mantillas y cerrando la
portezuela con el cerrojo interior, para evitar impetuosas lujurias que del
hombre todo se puede esperar, desde el más joven hasta el más viejo, las noches
así tan hermosas les remueven el cuerpo y les confunden el pensamiento.
La mañana surgió como el ímpetu de la juventud, bonita,
agradable, risueña, voluptuosa, y llena de bucólicos sonidos. Buscaron las
mujeres un lugar para el aseo, los hombres apenas se echaron un poco de agua a
la cara del barril que portaba el carro y buscaron un árbol donde soltar el
vientre. Quedaron ellas preparando café y tostadas que untaron algunas con
miel, otras con aceite y alguno la mojó en vino. Tomaron algo de fruta y
emprendieron la ruta. Aún quedaban dos horas para la tercera a destino.
La segunda noche alcanzaron una pequeña aldea. Los dueños
del único bar del pueblo les ofrecieron dos habitaciones, una para los señores
y otra para las señoras. El cochero quedó en la cuadra con los animales. Allí,
el descanso y el aseo pudieron realizarse con la comodidad y discreción
necesarias y a la mañana siguiente, las mujeres aparecieron hermosas y frescas,
y los hombres afeitados y bien peinados.
Así pasaron cuatro noches y cuatro días. Al principio
distantes, pero las largas horas compartidas dieron la ocasión para charlas amenas
y ánimos cordiales. Hubo algunas historias contadas, algunas bromas y algún
coqueteo sin ir a más, que se supiera o se diera a entender. Pero, entre
conversación y conversación, sustituyeron la distancia del descanso en animados
momentos durante el recorrido. Juegos y bailes, cantaban ellas y ellos tocaban
las palmas. Tomaron vino y todos estaban alegres, en el silencio de la noche
les pareció oír el roce de la tela de una falda entre las hojas secas del
maizal. Quiénes se movieron protegidos por la oscuridad no se sabe, sólo los
vio el ojo negro del cielo.
Gente bien diestra en disimulo, no se dejaron al descubierto
los amantes nocturnos, y a la mañana siguiente, última a destino, decidió el
cochero llegar sin hacer paradas, tan sólo para comer. Hubo dos corazones que
probablemente lo lamentaron y tal vez se conformaron con pequeños roces.
Esperaba llegar temprano a la ciudad a la hora más o menos concertada, si no
había ningún imprevisto. Hasta el momento no hubo percances, caballo y carro se
estaban portando bien. Los descansos para los animales fueron respetados, y la
calidad del coche quedaba demostrada, también fue mérito el recorrido por
caminos planos y amplios, cubiertos de gravilla fina. Apenas encontraron un par
de zonas malas, algo pedregosas y con algunos baches que se pasaron sin
dificultad. Démosles también su importancia a los caballos nobles y de buena
raza, y cómo no, al cochero, diestro conductor que logró llevar a buen fin, con
la máxima comodidad y seguridad a sus pasajeros.
Fin del viaje a destino, apenas había aclarado el día, la
ciudad se vislumbraba con las primeras casas que iban apareciendo. Una gran
plaza los recibía. Gente que iba y venía como locos sin un rumbo cierto, porque
aparecían y desaparecían por la plaza como actores en escena. Carros y caballos
se cruzaban con algún moderno vehículo a motor, y gente, mucha gente, como un
caos de bultos humanos, restaurantes y tiendas. Toda una explosión para los
sentidos, sentidos que venían abotargados. Sus miradas, acostumbradas a la
tranquilidad del campo, no lograban adaptarse a todo aquel barullo. Cuando
pararon los caballos a la voz del cochero, había en sus rostros un aire triste
y melancólico, un abandono del espíritu al recuerdo de una fugaz vivencia, de
exhuberancia campestre y goces mundanos.
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