miércoles, 30 de mayo de 2012

Oscuridad

Al fin trajo la noche la oscuridad en la habitación. Hacía un año que vivía con la hija y tenía la delicadeza de irse a la cama temprano, como le decía con esa voz cansada y esa pose aún más cansada, regalándole la ilusión de esta necesidad, cuando en realidad lo hacía para dejarla tranquila con su marido con esa intimidad tan natural que tienen las parejas cuando llega la noche y los cuerpos se relajan frente al televisor en ese juego tácito de un deambular entre las cadenas con la simple intención de sumergirse en ese atontamiento previo al sueño.

Le habían dejado la habitación del piso de abajo que estaba al fondo en la cocina y que fue antes de que él la invadiera el comedor familiar. Sintió profundamente los cambios que sin querer tuvo que provocar en las rutinas y en las mudanzas de la casa, él que de tan prudente a veces pecó de desagradecido, pero tanto le insistió la hija y vio en ella la sinceridad necesaria y suficiente para que a su pesar abandonara la triste soledad de su hogar. Su hogar, aquella ruina de casa donde quedaron tantos recuerdos cuando el destrozo cruel pero inevitable provocó en su vida la muerte de su amada esposa.

Ahora se quedaba en el dormitorio con las luces apagadas para que su hija no viera la luz encendida y, aunque quizás entendiéndola, se enfadara con su mentira. Descorría las cortinas para que la claridad de la noche entrara en esa aún más enorme oscuridad de la habitación, como en una metáfora, los rayos de la luna o el fulgor de alguna estrella más intensa, iluminara ese pozo profundo y oscuro de su tristeza. Así en esa penumbra agradable, íntima y secreta se quedaba sentado al filo de la cama inmóvil tanto por convencimiento como por rigidez muscular, observando en las sombras del patio que se dibujaban en el suelo el ritmo sosegado y onírico de las ramas de un árbol. En ese mecer de ramas y el sutil movimiento de sus pequeñas hojas, imaginaba duendes o pajarillos que probablemente permanecían ya dormidos entre los recodos de la copa. Parecían saltar como una pequeña población viva y alegre de seres que se mostraba como en un descubrimiento frente a sus ojos. Era quizá como se sentía ya en este mundo, como un observador del continuo bullir de la vida donde él sólo miraba para poder reinventar aquellas sensaciones, aquellas imágenes que él intuía también haber vivido o tal vez no fuera más que una mezcla entre lo que fue y creyó ser, una alquimia entre realidades interpretadas, sueños imaginarios, fidelidad a los hechos reales y oníricos, confundido en esa contradicción y paradoja que tiene la vida donde el hombre pasa sin tener claro cuál es la verdadera existencia, qué es cierto y qué no lo es, dónde radica y persiste el enigma que intuimos de la verdad.

Permaneció un tiempo, no sabía bien si largo o corto, en este recreo hasta que tuvo la necesidad de cubrirse con una pequeña manta que se hallaba sobre los pies de la cama, la misma que también le servia para echarse sobre las piernas, cuando sentado en el sillón del salón se quedaba de día entonces dormido.

Siguió mirando a través de la ventana cómo avanzaba la noche, cómo describía aquella oscuridad con otra forma de luz el avance de los astros en el cielo. Los calambres en las piernas le obligaron a tenderse pero reposó la cabeza hacia los pies de la cama para poder seguir mirando en un sin ver, porque aquel contexto no era más que un escenario que soportaba como un bello encuadre toda la escena que se desarrollaba en su cerebro. Entonces, poco a poco, como la excitación entra en nuestros cuerpos ,comenzando en un leve escalofrió, recorriendo en sutil roce nuestra piel, iba sumergiéndose en ese mundo tan intenso y real donde se encontraba con ella y, como cada noche vivían su pasión con la misma intensidad de los primeros encuentros, cuando los cuerpos aún no presentados comienzan ese íntimo conocimiento o reconocimiento, pues es un revivir de las emociones primigenias, tanteando recorridos que se continúan o abandonan, amplificando y haciéndonos conscientes, como la luz de un foco sobre un objeto, en esos momentos del sonido que hace el aire al entrar y salir de nuestros pulmones y se descoloca el corazón de su sitio y siente su pálpito ahora en el pecho, ahora en aquellos espacios que sólo recorremos cuando buscamos el placer.

Cuando llegaba la mañana, la luz de nuevo describía los objetos del espacio y el armario volvía a ser el mismo armario, con sus oscuras vestimentas; la silla, el mismo soporte para sus reposadas ropas que cuidadosamente dejó preparadas la noche anterior. La cama apenas deshecha, los dos pequeños cuadros con esas imágenes cursis y bucólicas de unos niños sentados en un prado y una bonita casa allá en lo alto del pequeño montículo, más bien apenas una mínima elevación del terreno. Las ramas eran lo único que aún permanecían en esa especie de irrealidad pero tremendamente por el contrario, real para él. También el sol las incorporaba en el suelo con otro tipo de sombras a la luz intensa y amarilla distinta a la luz blanca que acompañó a la noche.

Se cambió de ropas y cogió la limpia, se calzó los zapatos, se acercó a la ventana y saludó al día. La mañana, aunque fresca, prometía la bonanza primaveral, que él pasaría sentado en su sillón, viendo entre despertares y sobresaltos el bullicio, generado por las rutinas cotidianas, sintiendo esa atención siempre tierna pero a la vez tan ausente de aquellos que deambulaban de aquí para allá, cuando el mínimo espacio que dejaban sus párpados diluía esa realidad ficticia para él, sin embargo al parecer tan intensa e imprescindible para los otros. A ese mundo alguna vez también perteneció. Ellos hablan a veces bajito para no molestarle o para hacer pequeñas quejas, es que quiero ver la tele y el abuelo está siempre durmiendo. Entonces él cree que un impulso generado tal vez por algún sueño, le hace levantar y va a darse una vuelta por el barrio. Es un andar lento, un cargarse de pequeñas dosis de experiencias distantes con el desprendimiento que se tiene hacia lo que se siente ajeno. Un saludo a alguien conocido, un girar de aquí para allá, recomponiendo itinerarios de colores, gente, coches, ruidos... Hay que cargar las pilas, le dicen, y lo que él hace es incorporar esos olores, esa canción que sale y viene de algún lugar, ese rostro, ese reconocido piar de los gorriones, esa explosión de los tamarindos, que tanto ensucian las aceras, y sin embargo desprenden esa agradable esencia. Sensaciones que guarda en su caja torácica donde siente que guarda sus recuerdos que incorpora cada noche al escenario de su habitación.

Algún día dirán, se ha muerto el abuelo, acaso ignorantes de su abandono. Hace tiempo que ya dejó este mundo, primero se fueron los sentidos; apenas veía, poca utilidad ya tenían las gafas. Dejó de oír algunas palabras o entendiendo otras, hasta que a veces se le veía ausente pero ocurría que las conversaciones eran tan sólo un hilo continuo de sonidos inconexos e incongruentes. Del gusto y el olfato, pareja indisoluble, recuerda que fueron los últimos que le abandonaron; galletas o leche, garbanzos o fideos, pollo o croquetas, todo se convertía en jugo impreciso. Vino después la falta del sentido común, al menos así creía cuando los demás no comprendían sus cosas. Hasta llegar al fin a este maravilloso estado, tan verdadero, tan especial, tan real. Y utiliza ese calificativo para hablar con el lenguaje de los vivos, que algo es menos fiable si hablando no se le concede; así quedaría desterrado a ese inframundo de lo inservible, como aquellas noches para él tan intensas.

Volvía después sobre sus pasos en ese caminar desprovisto de intenciones, con el único objetivo de regresar. A veces miraba distraído la imagen paciente de los pasajeros a la espera del autobús, que contrastaba con la urgencia de los que iban de un lado para otro como en una búsqueda sin sentido, que tal vez sólo encuentran en la oscuridad de sus habitaciones.

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