miércoles, 30 de mayo de 2012

De lo que queda


Hace un mes que el abuelo falleció, las pocas pertenencias y algunos ahorros se iban a repartir entre los familiares más cercanos. Él solicitó el maletín de cartón duro que el abuelo guardaba arriba del armario y que de vez en cuando, bajaba y ponía sobre la cama, para echar un rato de nostalgia. Ratos que, más de una vez, había compartido con él, contándole historias que le parecían tan extrañas y como de otro mundo, muchas veces dudaba de las anécdotas que le relataba y no sabía bien si efectivamente eran parte de su historia o sólo producto de su senil mente.

Siempre la visión de aquellos recuerdos, acumulados en aquel pequeño maletín, tan avejentado, como el abuelo, compañero de sus trayectorias y símbolo aún vivo de su memoria, le transmitían una mezcla de curiosidad y ternura. Resultaban como un espejo de la imagen que tenía de este viejo hombre, venido de tan lejos que, con voluntad, trabajo y dignidad le habían colocado en estas frías tierras, con un bagaje, del que se negaba a prescindir, pero sin olvidar lo que también debía agradecer a aquellas gentes tan distintas a veces y sin embargo tan cercanas. Aunque, cuando, a veces, le escuchaba, mostrándole fotos, billetes de tren, alguna correa de un ya inexistente reloj, le parecía todo tan alejado de su abuelo, tan ajeno a su actual vida, que más pareciera pertenecer a otro hombre, quizás a una invención del abuelo para darse importancia con un pasado aventurero.

Él era el último nieto, sabía de su origen español, pero, a parte de esos momentos de confidencia, compartiendo con él su memoria, no tenía más referencias que hechas en las comidas de domingos y fiestas, así como alguna que otras salidas y viajes con la familia; que atrás fueron quedando, a medida que fue haciéndose mayor y comenzó su independencia.

Cuando, de vez en cuando, en algún que otro encuentro, iba observando que el abuelo se estaba haciendo más viejo, temió que desapareciera habiendo desperdiciado más momentos con él, presintió perder parte de su memoria, que parte de ese hombre también le pertenecía, también se hallaba en él y tuvo la necesidad de acercarse más a su vida.

Vivía dos calles más abajo, así que algunas tardes, con o sin pretexto, se presentaba en casa de sus abuelos. Cada vez, irremediablemente, tenía que soportar la retahíla de preguntas propia de las personas de cierta edad, y sobre todo, y especialmente, la de sus abuelos que, aunque, bien adaptados al progreso, conservaban en ciertos aspectos detalles muy característicos de su cultura: “qué, Yuri, ¿cómo andamos de novias? Que te estás haciendo mayor, y la mamá no va a durar siempre”. “Abuela, que todavía soy muy joven, ya habrá hora para formar familia”. “Adela, deja al chico, lo que tiene que procurar es asegurar su futuro, y, entonces, buscar una buena chica y a darme biznietos, a los que pueda seguir contando mis historias”. No sé si por costumbre, o por falta de memoria, este interrogatorio lo repetían una y otra vez en cada encuentro; era cansino tener que contestarle siempre lo mismo, así que a veces deseaba poder darles por fin una respuesta afirmativa y poder pasar a otras, porque vendrían otras seguro.

Recordó lo que le contó su madre cuando, mirando una foto, donde estaba mamá con los abuelos, siendo un bebé. La fotografía de un crudo invierno de Rusia. El nunca fue el típico andaluz, siempre decía que se sentía muy ajeno a aquellos tópicos, cuando en ciertas ocasiones, se reunía con la comunidad de andaluces que había por allí, a veces le molestaba el alarde de identidad cultural de sus compatriotas. Él, que era un hombre que, aunque sociable, era más dado a los paseos solitarios, huía de los bullicios y, aunque opinaba que era andaluz porque simplemente nació allí, sí que reconocía que, inevitablemente, habría heredado toda una genética cultural, además de un acento que los años y la mezcla de un idioma distinto, no eliminó totalmente.

Su madre le explicó lo duro que fueron sus comienzos en este país que acabó sintiendo tan suyo. No sólo fue el idioma, que el apoyo de otros que se encontraba en la misma situación suavizaron las dificultades. Aquellos primeros años fueron especialmente duros con una niña pequeña, buscar un trabajo, una casa, hacerse un hueco en aquella sociedad. Él, que nunca había salido más allá de Sevilla, algunos viajes a las playas de la costa gaditana y el viaje de novios a Granada.

Allí se veía en un país tan lejos, tan desconocido, la única historia era la que la enciclopedia le dio tiempo a aprender, y la que la vida le enseñó, que lo convirtió en el hombre que era, un hombre que amaba la libertad y que respetaba tanto al que tenía al lado, que, por no molestar, pecó más de una vez de no tener interés.

Echaba de menos aquellos días en los que se sentía melancólico, la luz de su tierra, el olor de azahares cuando llegaba la primavera, el sabor de los guisos, de la brisa con olor a salitre de aquellos días de verano. El contraste de luz entre Sevilla y Cádiz, esta última que el reflejo del mar le hacía más estridente; recordaba las aceras manchadas de tamarindos, la vida en la calle, la sensación tan agradable cuando venía el buen tiempo, de desprenderse de camisetas y calcetines. Salir por la noche aquellos días de calor y sentir la bocanada de aire caliente, eso, inimaginable por aquellos lugares de dios. Hablando con su madre, que creció en aquel hogar ya totalmente adaptado, mantuvo el idioma de sus padres, con grandes errores ortográficos y de dicción. Cuando tenía aquellas charlas, siempre le hablaba en español, y en casa, aunque iba siendo cada vez más difícil preservar ese idioma, se hacía necesario, para poder entender a los abuelos en sus discusiones y conversaciones de las reuniones familiares.

Había heredado el aspecto de su padre, pero por carácter se sentía identificado más con su madre y sus antecedentes españoles.

Aquella tarde de abril estaban los recuerdos aún frescos del funeral del abuelo y el cielo soleado, los árboles en el apogeo de floración concentraron los elementos suficientes para que su ánimo se sintiera preparado para ver, en esta ocasión, ya solo, aquellas pertenencias del abuelo. Cerró la ventana pues la tarde refrescaba y con cierto pudor por entrar así, sin su presencia, en su vida, le intimidaba y le hacía sentir como si entrara en lo más profundo de sus secretos.

De todo el material que allí se encontraba, sólo reconocía algunas cosas y alguna que otra foto de mamá cuando era pequeña. Sin embargo, ahora estaba con la maleta abierta y, frente a él, la memoria del abuelo en sus manos. Leía con atención una carta de su bisabuela, con el ritual de presentación tan poco usual de aquellos tiempos “…espero que al recibo de ésta, estéis bien, nosotros bien, a  Dios gracias…”. A pesar de la mala ortografía y ese lenguaje retorcido, su conocimiento del idioma fue suficiente para entender el sufrimiento que aquellas palabras llevaron a mi abuelo. Aquella carta, cuyas líneas pasaban de algo tan dramático como el anuncio que a su hermano lo habían llevado al campo de concentración de La Almadraba, como le comunicaba la boda de su hermana que consistió en pasar por la iglesia y con algunos familiares tomar algún queso, chorizo, aceitunas y vino blanco, sin mucha fiesta, que los ánimos no daban para más. Aquella otra carta, que le agradecía al abuelo el envío del dinero para poder pagar la deuda con el colono; la foto de Antoñito, el hijo del tío Antonio. Estuvo leyendo cartas y cartas, el anuncio de la muerte de la tía Concha, por cáncer, que tanto afectó al abuelo, alegrías y tristezas del avance de la vida.

Sus estudios en la facultad estaban en ese punto donde es necesario obtener más formación con alguna beca en el extranjero, y tuvo claro dónde iría. Llegado el momento preparó la maleta, estuvo los meses anteriores mejorando su español, y aquella mañana de mayo, cogió el avión rumbo a España. Llegaría a Madrid, desde donde seguiría el vuelo hacia el lugar que vio nacer a sus queridos abuelos; aquel lugar que sólo vio en fotos, que sólo sintió con las emociones ajenas, que sólo imaginó con las cosas que ellos le contaban. Al salir del aeropuerto, le impactaron dos cosas, el color del cielo y su luz, y el olor fresco a flores del campo.

Cogió el taxi, dándole la dirección de la residencia donde ubicaría su estancia esos seis próximos meses. Tenía todo un verano para conocer y experimentar por él mismo aquellos lugares que en la memoria del abuelo aparecían tan lejanos, pero estaba seguro de poder sentir aún más vivamente aspectos tan íntimos de aquel ser, tan distinto a él que, con sus historias, alimentó una identificación con todo su mundo, de un modo tan intenso que más de una vez sintió ya ser parte de él.

Cogió la foto del Prado de San Sebastián, el blanco y negro, la ausencia de edificios, que ahora aparecían ante sus ojos, la gente, los coches, era ver un paisaje que sólo en algunos elementos le decía que seguía siendo el mismo, pero aquel lugar era ya otro, era ver, con la mirada de otro, un mundo tan distinto, otro mundo.

Las calles estaban llenas de gente, un tráfico intenso, los autobuses turísticos hacían su recorrido por los lugares más típicos, y los tranvías, en un intento de volver a otra época, falsificaban con su imagen de progreso la estampa.

Su abuelo, tan atípico andaluz, sí que le hablaba de la alegría cuando llegaba la primavera, la vida en la calle, la gente sacaban las sillas y se sentaban en a las puertas de sus casas. Aquello le parecía una idea motivada por la añoranza, más que por la realidad, pero ahora podría comprobarlo, seguramente con enormes cambios, persistía esta sensación de bulliciosa alegría.

Pronto hizo de amigos y buscó, como es natural, relacionarse con los autóctonos, por aquello del idioma, pero esto, que parecía lo normal, equívocamente solía pasar lo contrario, cada oveja con su pareja, y, al final, teníamos franceses por un lado, alemanes por otro, y bueno, rusos, la verdad es que no había muchos. A él, sin embargo, le motivaban otras razones y quiso acercarse a la cultura de su abuelo, de su esencia.

En una de aquellas tascas, con sus terrazas en plena calle, con cerveza fresca, la gente hablando alto y rápido, a las que costaba entender, las chicas, con ese aspecto tan racial y fue allí, en la Plaza del Salvador, donde quedó con amigos y apareció ella. Hizo lo posible por acercarse, hasta que lo consiguió. Era una chica morena, de grandes ojos oscuros, alegres y simpática, que hacía cómoda la presentación. Sin miedo a los silencios. Era gaditana y, en un intento de crear complicidad hizo comentarios de las playas, robando los recuerdos del abuelo, provocando en ella la risa por lo desfasado de sus conocimientos. No fue la única ocasión que tuvieron para hablar, porque, a partir de aquel día, compartieron viaje en ese intento de recorrer aquellos lugares de su memoria heredada.

Los seis meses se iban acabando y se contaban por un par de semanas el escaso tiempo que le quedaba allí. Habló con profesores y tomó la decisión de hacer la tesis, con ello alargaría su estancia allí. Su llegada, tan diferente a la de su abuelo, sus viajes, tan distintos, y sin embargo, el círculo se cerraba así. Un ruso libre que libremente viaja, que no deja atrás nada, que irremediablemente no pueda retomar con menos miedos y limitaciones, y con las circunstancias tan diferentes. Pretendía unir aquellos recuerdos de la maleta vieja, con la vida que él ahora vivía para entrar en comunión con aquella parte de sus ancestros, que corría por sus genes, ¿qué es el hombre sin memoria? Menos aún que un animal. Sacó de su bolsillo la foto descolorida, aunque bien cuidada, de la torre y el río al fondo y, en primera línea, ellos, los abuelos, con sus tímidas sonrisas solícitas, sus ropas alegres, sus rostros frescos, juveniles, felices y atrapados para siempre por el clic de la cámara.

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