La mañana exhalaba ese aire exultante, efervescente de la
adolescencia del tiempo atmosférico. Antecedentes estivales, mezcla de calidez
y brisa fresca de los últimos días primaverales. Días que dejan intuir el
juvenil ardor, el clímax metereológico de la próxima estación.
Aún el cristal frontal del coche, allí donde no habían
llegado los rayos hirientes de un voluptuoso sol, se hallaba cubierto de una
fina agüilla y el rocío marcaba de purpurina un mar de flores en el campo, con
ese espectacular goce para todos los sentidos y también el común, el más
alterado de todos, lanzándote a una piscina de ilusión y esperanza que solía
secarse con la triste melancolía de los primeros días que ya advierten que se
acabó lo que se daba. Pasó el verano entre sofocos, viento de levante y absurdo
fluir vital, engañándote una vez más, porque la vida es lo que es, una sucesión
continua de días y noches, de días buenos y malos, de buenos y malos momentos,
un ir y venir de haceres y deshaceres.
El coche reaccionó con un ronco hablar al chispazo que
provocó la llave en el contacto. Dejó los niños en el cole como quien deja la
ropa en la lavandería, con la certeza de que te la devolverán limpia y
planchada. Metáfora que sólo nos sirve para el plano pedagógico, porque de este
espacio de formación de seres humanos suelen salir más bien guarretes y
desarreglados.
De vuelta a casa, se encontraba ante el desastre que se
extendía en el plano rectangular de la mesa, donde entre restos del desayuno
pululaban los botes de cereales, café y cacao, tazas y servilletas sucias; las
ropas abandonadas, esparcidas por las sillas y ese café maravilloso que ayuda a
disfrutar aún más la crujiente tostada. La televisión, con su dosis diaria de
temas políticos y sucesos. Sucesos a los que nunca llegaba hastiada ya de tanto
morbo, de tanto presentador frotándose las manos ante la perspectiva de
horribles asesinatos, corruptos e indeseables personajes. Noticias que ayudaban
a rellenar estas mañanas monótonas y tristes de la gente. De ella no. Ella aunque
triste no quería dejarse contaminar por tanta basura.
Cuando entró en el salón aquello parecía la entropía del
universo, donde distintas galaxias funcionaban dentro de un perfecto mecanismo.
Entre cojines y mantas revueltas se percibían tres mundos distintos, donde simultáneamente
la noche anterior habían quedado los restos de una orgía, el espacio de la
abuela y el caos de una avalancha de críos inquietos.
Recogió como pudo todo aquel desastre, puso el cd de un Bob
Dylan que parecía copiarse a sí mismo, aquella canción parecía Like a Rolling
Stone, sonaba parecido a Like a Rolling Stone, pero no era Like a Rolling
Stone. Cambió a un Van Morrison tal vez anodino hoy. No acertaba y aunque los
dos fueran sus cantantes favoritos, decidió no poner música.
En el dormitorio miró por la ventana, un par de mujeres
caminaban a paso ligero, un chico paseaba un perro enorme, algún coche cruzaba
el espacio de carretera que quedaba a la vista. Inspiró de nuevo el aire de
aquel espléndido día, como si sólo en ese momento hubiera decidido respirar, y
antes, sólo se mantuviera en un estado entre aletargado y vegetativo.
Llamaron a la puerta, era la vecina de al lado, agitada y
llorosa. La hizo pasar una vez más, siempre recurría a ella. Tenía quizás ese
don tan preciado y escaso que es saber escuchar. Sentadas en la cocina, le
relataba su gran tragedia, se había peleado de nuevo con el novio. Una vez más,
su impulsividad desembocaba en arrebatos de gritos que solían traspasar las
finas paredes de su tabique. Y es que él… y entonces yo… Y es que no sé cómo
controlarme. De nuevo la tranquilizaba y le aconsejaba lo típico que había
escuchado. No discutas cuando estés alterada, cálmate, cuenta hasta diez y
luego intenta poner las cosas en su sitio, dialogando y haciéndole saber qué te
ha molestado. Pero tranquila, sabes que cuando estallas acabas perdiendo los
papeles y después, ya ves, te sientes fatal y culpable. Después de este pequeño
tirón de orejas, le quitaba hierro al asunto. La recolocaba de nuevo en una
tranquila armonía, la desculpabilizaba, estimulaba su autoestima y la calmaba
con las palabras que sabía que quería oír. No te preocupes, ya sabes que cuando
vuelvas se le habrá pasado el enfado y os daréis cariñitos. Le sirvió una tila
y poco a poco acabaron hablando del maravilloso día.
La mañana avanzaba y el dulce aire cálido se fue
convirtiendo en un tórrido día primaveral. Escuchó el timbre sonar y sonar en
la puerta del vecino de arriba. Alguien se obstinaba en ser recibido y no se
resignaba ante una puerta cerrada.
Aún quedaban algunas cosas por hacer, y también algunas
horas. Al fin dejó de escuchar el timbre de arriba. Se rindió ante la evidencia
y ella siguió llenando el día.
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