martes, 4 de marzo de 2014

No sé cómo comenzar esta historia



No sé cómo comenzar esta historia aunque como se dice siempre lo mejor sería empezar por su principio, sin embargo, soy incapaz de poder determinarlo. Cuando miramos la vida pretendemos ponerle límites y creemos establecer el inicio de algo, un recorrido y un final, sus causas y sus consecuencias. Pero uno no sabe nunca cuál será el final de algo, aunque crea que ese algo ya concluyó, quién nos asegura que no tenga un continuará. Y sobre su comienzo podríamos discutir aunque nunca estaríamos de acuerdo. Los contornos nunca están bien definidos más bien todo forma parte de un continuo que tratamos de trocear, inventándonos distintos sistemas de medida. Y todo esto lo digo porque la vida, al final, parece moverse en una constante y múltiple simultaneidad que, sin embargo, nos obstinamos en delimitar. Necesitaríamos una magnitud amorfa y multidimensional para poderla controlar y aun así sería imposible pues tendría que ser infinita, y qué es el infinito aparte del eufemismo de nuestro desconocimiento, el bucle donde no se ve nunca el principio.
Para contar esta historia podría describir lo inmediato anterior y posterior, antecedentes y consecuentes, causas y efectos, pros y contras pero esto tampoco lo haré, y no lo haré porque son de esas pequeñas historias que se bastan solas para existir y a mi parecer dignas de ser contadas.
Aun siendo una bella imagen no voy a intentar influir con palabras poéticas ni recursos literarios, únicamente voy a contar como fue. Perdonen mi torpeza si no lo consigo.
Andaba por otro extremo de la casa, las ventanas estaban abiertas tratando de regenerar el aire un poco viciado de toda la noche. Después de días lloviendo, un claro dejaba disfrutar del paisaje de fondo, avivado por unos rayos de sol, pero esto todavía yo no lo veía. Como digo estaba en otra habitación.
Suelen verse aves por el contorno, gorriones, gaviotas, patos y otras especies que desconozco. El ambiente de la calle se había vaciado de motores circulando, porque ya era la hora donde cada uno probablemente se encontrara en sus puestos de trabajo y los niños estaban ya en el cole. De aquel silencio sólo turbado por algún que otro motor esporádico y algunas voces de gente ociosa caminando, surgió un gran estruendo de graznidos, un griterío como de una multitud chismorreando, donde todo es ruido y nada se entiende. Aunque ciertamente de esta multitud no lograrías entender nada a no ser que fueras experto, sin embargo, aquellos pájaros decían más que cualquier multitud humana.
Estas voces de aves me estaban contando una bonita historia de amor o de dependencia que a veces viene a significar lo mismo. Sí, de amor condicionado pero amor al fin y al cabo, ¿no es verdad quizá que nuestros apegos resultan románticamente novelados pero andamos buscando  ese amor pues no en vano es el alimento para poder estar vivos?
Aquel escándalo podría parecer una orgía en su punto máximo de paroxismo sexual. Pero no nos asustemos que en todo aquello no había perversión alguna, ni siquiera nada transgresor. Simplemente se mostraba ante mi mirada clandestina toda una hermosa escena llena de ternura. Puede que sea un acto sin sentimiento pura rutina. Sé que vendrán a decirme que es mi interpretación subjetiva, de un simple y conocido comportamiento animal estudiado desde el condicionamiento clásico, puro y duro, y la voluntad y el entretenimiento de un anciano sin otra cosa mejor que hacer que el de sacar provecho al pan duro acumulado en casa.  
Fui a toda prisa hacia el lado de la casa desde donde venía aquel bullicio de aves. Me asomé a la ventana para  ver qué pasaba. Era ese hombre mayor, de nuevo, que daba de comer a los patos y acababa de llegar. Aunque no era la primera vez que ocurría y también en aquellas ocasiones me había emocionado, sin embargo, hoy la magia de la escena me cautivó. Quería ser espectadora de su encanto y atrapar esa imagen en mi retina y en mi memoria para que no quedara diluida en el tiempo. Por ello aquí lo guardo para que tampoco quede perdida entre las telarañas de mi memoria.
No había gente por la calle, solo un chico pasó con su bici, tampoco sé si alguien más lo observaba, o eran los míos los únicos ojos que gozaba de aquel bello espectáculo. Todos los patos se acercaron nerviosos pero expectantes y obedientes a los movimientos del hombre. Me asombró como había logrado condicionarlos primero a un silbido y últimamente bastaba el rugido del motor de su moto enfilando la calle, para que ya desde lejos lo reconocieran, recibiéndolo con esa algarabía, toda una fiesta para ellos, celebrando el festín que les esperaba. Pero más sorprendente era para mí, ver como el grupo se detenía en el camino a la espera de que aquel hombre con movimientos pausados y tranquilo como el dueño del tiempo del mundo, se bajara de la moto, cogiera una bolsa de plástico del hueco del sillín y dirigiéndose hacía los patos, posara la bolsa sobre una de las papeleras, sacara otra de su interior que tiró a la papelera, quedándose al fin con la bolsa del deseo, y mientras los patos esperaban pacientes, quietos, alertas a la maniobra en la que el hombre al fin, comenzara a arrojarles los pequeños trozos de pan. Algunos pedazos los lanzaba lejos para que se dispersaran y pudieran comer todos sin arremolinarse e impedirse unos a otros el suculento manjar.
Recordé un párrafo de aquel relato leído algunos días antes (un hombre hambriento observaba sentado en el parque a otro echando migas de pan a las palomas) pero esta escena no estaba cargada de aquel dramatismo, sino que gozaba de la mirada dulce de las cosas sencillas sin mancha y pecado por la crueldad del mundo.  Por otro lado me conmovía  esa intimidad compartida entre el hombre y aquellas aves que acudían nada más oír el inconfundible para ellas, rugido de aquel motor particular, como una melodía celestial. Intento imaginar cuando  empezó a crearse ese vínculo especial, cuando aún desconocían las intenciones de ese hombre, un hombre que no les haría daño sino que de vez en cuando traía para ellas este maravilloso regalo. Pienso que al principio le temerían, existiría entre ellos la desconfianza ancestral que poco a poco, eso sí, se había desdibujado tras muchos siglos de domesticación. Ahora  el hombre no necesitaba ni siquiera llamarlas, bastaba venir con su moto y aquellos animales sin inteligencia, ni emociones, sin sentimientos, ni siquiera conciencia, apenas unas conexiones instintivas guardadas en sus primitivos cerebros, la memoria natural para la supervivencia, eran capaces de reflejar la intimidad perfecta   entre seres de distinta naturaleza pero que comparten un mismo lenguaje, el del amor.
No es mi interés hacer ningún estudio sobre este caso particular, sacar conclusiones y después generalizarlo. Enumerar cada cuánto tiempo viene el hombre a traerles comida, ni si la respuesta de los patos sería diferente de tratarse de otra persona quien les trajera el alimento ansiado. Cómo cambiaría el experimento, si en lugar de este motor se tratara de otro o el simple gemido de los pedales de una rudimentaria bicicleta. O que en lugar de pan, fueran granos de maíz o esas golosinas que los hijos piden a los padres cuando van al parque para echárselas a los patos o a las palomas. ¿Y si los sujetos de estudio fueran estas últimas, responderían igual? Probablemente la respuesta básica sería la misma, incluso con humanos, es esto lo que confirma la ciencia, que para mí en este caso me importa un pepino.
Simplemente es el mundo mostrándose en los momentos sencillos, sin profundidad ni trascendencia. Instantes pequeños casi invisibles, ocultos entre otros elementos quizá más grandes, llamativos e intensos. Pero, ¿no es tan maravilloso el esfuerzo que hace la frágil hierba por sostener esa gota de rocío como lo es la omnipotencia de este aire que nos rodea, soportando el infinito peso del universo?, ¿no somos, pobres hombres, grandes héroes que como esa insignificante hierba aguantamos la pesada carga de nuestras vidas y aún más, el inmenso peso de una desconocida casi enemiga eternidad?
Tal vez estos patos también recen, padre nuestro darnos el pan de cada día.
Marchó el hombre cogió su moto ligero de peso, quedaron los patos comiendo, otro día vendrá y se volverá a repetir la magia.

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